Dar ambientación a un juego es un poco como hacer una tarta: una vez tienes el bizcocho, toca poner las capas de chocolate y la decoración por encima. Que quede bonito, pero siempre sabiendo que lo importante, la mecánica, es lo que hay debajo.
Los Aprendices no tenía nombre ni ambientación. Cuando Alberto nos enseñó, por fin, su juego, los tableros tenían un diseño básico, y unos dados muy bonitos, que transmitía vagamente la idea de un mundo industrial. Fábricas, engranajes, dinero, calaveras…
Alberto tenía en mente un mundo postapocalíptico y ese es un terreno resbaladizo. Hay tantos que es fácil repetirse: desde las pelis de Mad Max, Matrix o Waterworld (sí, esa, la de Kevin Costner), hasta novelas como La Carretera o la reciente invasión de zombis (¡están por todos lados!). Humanos sobreviviendo en un mundo hecho pedazos.

Nunca había hecho una ambientación de un juego de mesa hasta ahora (no, los juegos de rol inventados en la adolescencia no cuentan), aunque tenía algo muy claro: la ambientación debía estar ajustada al máximo a la mecánica.
Que fuera redondo, que toda las reglas y casuísticas que se había currado Alberto tuvieran un contexto y que fuera coherente. No dejar reglas porque sí, elementos del juego sin arropar por la ambientación.
La primera versión que escribí se tituló Hermes. La ambición, como cabía esperar, ha llevado a la humanidad directa al apocalipsis. Nuestro intento de poner en órbita cerca de la Tierra un asteroide para explotar un metal raro y muy valiosos nos ha salido por la culata. La enorme roca, Hermes, ha impactado contra nuestro planeta. El resultado es un desastre en el que la humanidad intenta sobrevivir y las corporaciones se pelean por escapar de la Tierra. Su única oportunidad es hacerse con el raro metal y usarlo como combustible para viajar fuera del Sistema Solar.
En esta primera versión, los puntos representarían la cantidad de metal conseguido. Las habilidades serían desarrollos logrados por las corporaciones; y los dados, amenazas y recursos que los jugadores podían usar en su lucha por huir de un planeta condenado.
Como decía Alberto en el post anterior, las cosas nunca salen a la primera, asi que me puse a darle vueltas a otra versión. Para inspirarme, Alberto me pasó el arte de un videojuego que le encajaba, Machinarium.
Qué robots más majos, ¿no? Yo los imaginé solos en el mundo, un poco tristes sin sus creadores, los humanos, desaparecidos por alguna causa desconocida. Y entonces los jugadores se convirtieron en robots que recopilaban material genético humano en su mundo de hierro para devolverlos a la vida. Las amenazas, en esta versión, eran los robots que se negaban a volver a ser esclavos.
Pero tampoco acabó de cuajar, así que decidí darle un giro y dejar de pensar en mundos llenos de escombros y de polvo radiactivo. La alquimia había salido en alguna conversación así que me dediqué a investigar. Vi páginas que no creeríais hasta que me enamoré de esta imagen:
Es Stjerneborg, la Ciudad de las Estrellas del astrónomo (¡y alquimista!) Tycho Brahe. En el siglo XVI, en Occidente la ciencia era un embrión que se confundía con la alquimia y Brahe fue uno de sus más famosos estudiosos. Consiguió que un rey danés le construyera un palacio para llevar a cabo sus investigaciones astronómicas y alquímicas: Uraniborg. Y el edificio anexo era Stjerneborg. A su escuela acudían estudiantes de todas las partes de Europa.
Además, a mí me gustaba la idea de usar algo parecido al plano de Stjerneborg como tablero:
Seis tableros, seis estancias. Los jugadores-aprendices recorriéndolas en busca del conocimiento. Consiguiendo habilidades, compitiendo y boicoteándose… Pero esas decisiones vendrían luego, con el diseño del juego.
A partir de aquí, el trabajo consistió en adaptar el reglamento a la ambientación. Las escribí como una larga explicación del Maestro a los nuevos estudiantes y preparé un relato introductorio con una aprendiz como protagonista.
Pero poco a poco los ingredientes más importantes empezaron a darle forma al juego, dejando un poco de lado a Tycho Brahe y su Ciudad de las Estrellas:
- Los jugadores, aprendices, acuden a la escuela de Alquimia para convertirse en alquimistas y los tableros de la maqueta de Alberto serían mesas de estudio.
- Los puntos de victoria serían puntos de conocimiento que además podían ser usados para conseguir otras habilidades. Es decir, los aprendices invierten ese conocimiento adquirido en más conocimiento.
- Los dados serían los recursos con los que contarían y las amenazas que se ciernen sobre ellos, desde boicots de otros estudiantes hasta experimentos que salen mal.
La ambientación es algo que hay que ir ajustando hasta que las reglas están acabadas. Reconozco que cada vez que Alberto hacía un cambio en las reglas me lo tomaba como algo casi personal. ¿Cómo podía hacerle eso a mi bonita y jugosa tarta? Pero lo importante es la mecánica, siempre, el bizcocho, y lo demás son pequeños cambios que en realidad no son tan difíciles de hacer.
Algo bonito de la alquimia son sus símbolos e instrumentos. Dan mucho juego para el decorar la tarta: cuervos, gemas, pociones, pergaminos, elementos alquímicos, la Uróboros… Pero eso, mis queridos aprendices, es materia para otra lección.
Me gusta el tema. Habrá que verlo terminado.
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